MI NIÑEZ

Criterios sobre aspectos varios de la vida

Cortijo El Ventorro

RETALES DE MI VIDA, POR CARMEN CORTÉS MELERO

MI NIÑEZ

Nací el 30 de mayo de 1927, en un cortijo de Antequera al pie del Torcal, llamado El Ventorro. Cuando vine al mundo ya tenía once hermanos y yo hacía la número doce. Me convertí por lo tanto en el juguete de la casa pues ya tenía hermanos de más de 20 años. Me pusieron de nombre Carmen (aunque mi madre me puso un segundo nombre que algunos desconocéis, Petra, por lo tanto soy Carmen Petra).

Mis hermanos eran los siguientes

  • Antonio
  • Manuel
  • Gregorio
  • Fernando
  • José
  • Rafael
  • Paco
  • Enrique

Mis hermanas:

  • María
  • Lola
  • Socorro

Mi hermano Paco murió con 3 años y actualmente viven Fernando, María, Socorro y Gregorio, que ya ha cumplido los 100 años, con lo que os podéis imaginar lo que pienso durar, ya que somos una familia muy longeva, mis padres murieron los dos con más de 90 años.

Creo que vine al mundo con una buena estrella, ya que en mi casa había abundancia de todo y mi padre tenía muchos jornaleros trabajando en su finca. Aunque mis padres empezaron sin nada, parece ser que mi padre era hijo de una familia acomodada, pero mi abuela paterna no sentía mucha simpatía por mi madre ya que ella buscaba para sus hijos nueras adineradas y mi madre no lo era. Tanto es así, que ayudó a todos sus hijos menos a mi padre, lo único que hizo fue prestarle 2000 pesetas para que mi padre comprase un pedazo de tierra. Él con sus manos construyó una pequeña casa y se empleó de jornalero en un cortijo cercano por 2 pesetas al día; además contaba con poca ayuda por parte de mi madre, ya que cada año nacía un nuevo hijo y estaba permanentemente embarazada.

El Cortijo donde vivían era una confluencia de caminos por donde pasaban a diario tratantes de ganado y jornaleros. Había muchas encinas en los bosques que lo rodeaban por la parte norte en dirección a la sierra. Mi madre convenció a mi padre para montar un pequeño despacho de bebidas para vender a los caminantes y trabajadores que pasaban a diario.

Gracias a su buena conversación, mi madre conseguía que el parroquiano se tomase tres bebidas en lugar de una y fue cimentando un pequeño negocio que con el tiempo llegó a vender casi de todo, tanto es así que el cortijo llegó a conocerse como “El Ventorrro del Chato”.

Este mote viene dado por la gran nariz de mi padre, que además era muy alto, rubio y con ojos azules, le decían “el alemán”. Mi madre sin embargo era bajita pero muy guapa y graciosa.

Mis hermanos fueron creciendo y pudieron ayudarles en sus tareas y así mi padre pudo despedirse del cortijo en el que trabajaba y dedicarse íntegramente al suyo. El dueño de ese Cortijo le regaló dos cerdo y dos cabras para que tuviese leche para los niños y poco a poco fue adquiriendo tierras cercanas y consiguió la finca que conocéis hoy.

Mis padres daban trabajo a muchos jornaleros, ya que entonces no había maquinaria para realizar las tareas agrícolas.

Con el tiempo, mi padre adquirió fama de hombre justo y muy humano con sus empleados a los que socorría en sus problemas y ayudaba cuando era necesario, todo aquel que pasaba por el cortijo tenía un plato para comer y un sitio para dormir en el pajar.

Yo vine al mundo como comprenderéis en la época de mayor prosperidad: Todos los años se mataban 20 cerdos, la matanza duraba un mes, ya que cada semana se mataban cinco y se necesitaba mucha gente para poder realizar las tareas propias de la misma (embutidos, jamones…ect.) venían familiares de toda la comarca porque la matanza era como una fiesta.

Al margen de los productos agrícolas que se producían en la finca (aceite, trigo, miel, hortalizas y un sinfín de variedades de frutas) se hacían artesanalmente muchos productos elaborados como los quesos de cabra y oveja que elaboraba mi madre en grandes tinajas.

En el cortijo había piaras de cerdos y rebaños de cabras y ovejas.

En aquellos tiempos no existían comercios de ultramarinos al uso como hoy, y cada casa se autoabastecía de casi todo con lo que producían en sus fincas, salvo la sal, especias, azúcar, café y prendas de vestir y calzado.

Cuando mi madre hacía magdalenas, mi hermano Enrique y yo teníamos que limpiar todos los moldes que había utilizado con arena de asperón y limón. Yo solía sacar de quicio a mi hermano porque cogía los que estaban más limpios y terminaba antes que él, con lo cual conseguía irme antes a  jugar con mis primos, Enrique se quedaba llorando y haciendo pucheros, la verdad es que era muy traviesa.

A Enrique y a mí nos mandaban con dos burro y cántaros a llenarlos de agua del convento de La Magdalena. Un día pinché a su burra con un alfiler y esta salió corriendo y esta salió corriendo y tirando los cántaros de mi hermano, que se llevó una buena reprimenda por mi causa.

Este convento se ha convertido hoy día en un hotel de lujo junto a un campo de golf que linda con nuestras tierras. Más adelante mi padre hizo su propio pozo y conseguimos agua para la casa, ya que alrededor de la finca pasaban dos arroyos de aguas cristalinas y repletas de cangrejos.

También había albercas para el regadío de las hortalizas, el resto de la finca era de secano. En estas albercas nos bañábamos y aprendimos a nadar antes que los niños del pueblo.

En el convento tuve mi primer “accidente”, iba con mi sobrina más pequeña que yo, nos bañábamos en la alberca y vi un nido en lo alto de un chopo. Sin pensarlo subí con mi sobrina a verlo, pero al llegar resultó ser un nido de ratones y del susto me tiré desde lo alto del chopo arrastrando a mi sobrina en la caída. El resultado fue que ella se abrió la cabeza y yo una herida grande en el pecho. Todavía conservo la cicatriz, así como el dolor en el culo de la zurra que me dio mi madre después del susto.

En otra ocasión causé una gran expectación cuando me subí a lo más alto de un enorme nogal y luego no podía bajarme. Se hizo un corro de gente en el nogal y tuvieron que subir a por mí, imaginaos la zurra que recibí.

Mi padre les puso a mis hermanos un maestro rural para que les enseñase a leer y escribir. Le decían “conejo con tomate” por cuánto le gustaba ese plato. En aquella época la enseñanza estaba muy mal pagada y estos maestros iban de cortijo en cortijo enseñando lo que sabían a cambio de comida y unas monedas. Mi padre se negó a que nos dieran clases a las niñas porque decía que lo que teníamos que hacer es aprender a cocinar y las tareas de la casa. No se lo reprocho, era la mentalidad de la época, pero yo me escondía cuando venía el maestro y escuchaba lo que enseñaba, después copiaba los cuadernos de mis hermanos y gracias a eso conseguí a aprender a leer y a escribir.

Mi padre tenía muchas colmenas de miel en la sierra y todos los años le donaba la cera a San Isidro, pues, aunque no tenía muy buenas relaciones con la iglesia creía en Dios y en los Santos.

Mis hermanas lavaban la ropa de 14 personas en el río, toda la ropa se confeccionaba en casa, una costurera venía todas las semanas 4 días y mi hermana María se ponía con ella.

Mi madre se traía las telas de la tienda de Rafael del Pino y mi padre se las pagaba cuando recogía la cosecha, cuando terminó la guerra fue a pagarle lo que le debía y Rafael le dijo que fue el único que le pagó sus deudas.

Las sillas, muebles y enseres las arreglaban gentes que se llamaban lateros y que pasaban por todos los cortijos haciendo esas cosas.

Yo pensaba que en el mar sólo había boquerones y almejas, que era lo que llegaba a mi casa. La ternera no la conocíamos solo la carne de toro, cuando había corridas mi madre compraba varios kilos y la ponía mechada.

Convento la Magdalena